martes, enero 27, 2004
ROMANCE (PARTE VI)
No pude esperar mucho. El Denver había sido un miércoles, y le llamé el viernes. Aún así, durante la conversación telefónica conseguí mantener mi interés (desesperación) en un nivel normal (pensar que a mí nunca me habían gustado estos tejemanejes de “me interesas pero no te lo demuestro”). Carlos me invitó (también como quien no quiere la cosa) a una reunión/quedada que hacía esa noche con la gente del canal del trivial. Cuando empecé a preguntar si mi presencia tenía cabida en tal reunión, me dijo que también iba algún mensista.
Llegó la hora. No recuerdo si me vino a buscar o fui en metro. Tengo los recuerdos un poco borrosos hasta que llegamos al sitio donde estaban los demás. Efectivamente, había un mensista, F., que se sorprendió gratamente (supongo), al verme. Creo que por el camino Carlos y yo nos dedicamos a trivializar y a reir, como si aquello no fuera una cita. En el restaurante, ¿comimos? y bebimos. Yo me pedí una bebida alcohólica y Carlos otra, pero se tomó la suya y la mía. Nos fuimos pronto de allí. De camino al coche (que estaba lejos) le pedí a Carlos que me dejara apoyarme en él, pues los zapatos me hacían daño (por más que me los pongo esos zapatos siempre me hacen daño). Tambaléandonos y riendo, se produjo al fin el gran momento. Era el 22 de marzo de 2002. Ayer había llegado la primavera. Carlos dijo: “¿sabes lo que me gustaría hacer?”. Creo que no me dio tiempo a responder (tampoco tenía nada que decir aparte de “¿qué?”) y continuó: “darte un beso”. Mi sonrisa se abrió un poco más y le dije la impresionante y preciosa frase de: “¿Sí?”. Puede que no sea lo más romántico del mundo pero es mejor que lo que le dijo el novio de una amiga mía a ella misma (“mme molas”) y mi respuesta aunque pudiera parecer tonta y retórica era un claro semáforo verde. Me besó. Nos sonreímos y seguimos caminando.
Así comenzó el resto de mi vida. Pero esa ya es otra historia y debe ser contada en otro momento.
No pude esperar mucho. El Denver había sido un miércoles, y le llamé el viernes. Aún así, durante la conversación telefónica conseguí mantener mi interés (desesperación) en un nivel normal (pensar que a mí nunca me habían gustado estos tejemanejes de “me interesas pero no te lo demuestro”). Carlos me invitó (también como quien no quiere la cosa) a una reunión/quedada que hacía esa noche con la gente del canal del trivial. Cuando empecé a preguntar si mi presencia tenía cabida en tal reunión, me dijo que también iba algún mensista.
Llegó la hora. No recuerdo si me vino a buscar o fui en metro. Tengo los recuerdos un poco borrosos hasta que llegamos al sitio donde estaban los demás. Efectivamente, había un mensista, F., que se sorprendió gratamente (supongo), al verme. Creo que por el camino Carlos y yo nos dedicamos a trivializar y a reir, como si aquello no fuera una cita. En el restaurante, ¿comimos? y bebimos. Yo me pedí una bebida alcohólica y Carlos otra, pero se tomó la suya y la mía. Nos fuimos pronto de allí. De camino al coche (que estaba lejos) le pedí a Carlos que me dejara apoyarme en él, pues los zapatos me hacían daño (por más que me los pongo esos zapatos siempre me hacen daño). Tambaléandonos y riendo, se produjo al fin el gran momento. Era el 22 de marzo de 2002. Ayer había llegado la primavera. Carlos dijo: “¿sabes lo que me gustaría hacer?”. Creo que no me dio tiempo a responder (tampoco tenía nada que decir aparte de “¿qué?”) y continuó: “darte un beso”. Mi sonrisa se abrió un poco más y le dije la impresionante y preciosa frase de: “¿Sí?”. Puede que no sea lo más romántico del mundo pero es mejor que lo que le dijo el novio de una amiga mía a ella misma (“mme molas”) y mi respuesta aunque pudiera parecer tonta y retórica era un claro semáforo verde. Me besó. Nos sonreímos y seguimos caminando.
Así comenzó el resto de mi vida. Pero esa ya es otra historia y debe ser contada en otro momento.
lunes, enero 26, 2004
ROMANCE (PARTE V)
El 20 de marzo se celebró mi primer Denver. No podía imaginar mejor ocasión para iniciar mis ardides que una noche de juegos. Por casualidad, (miratúquécosas) volvimos a sentarnos uno junto al otro, mientras jugábamos al mentiroso. Mientras él decidía qué jugada pasarme yo le miraba profundamente a los ojos y nos acercábamos tanto que su aliento me calentaba la cara. Y le hablaba con la voz más aterciopelada que encontré en el baúl de mis cuerdas vocales. Pero él resistía como un jabato. No titubeaba. No parecía nervioso. Al contrario, parecía disfrutar de ambos juegos tanto como yo. ¡Qué sensación tan exótica!
Cuando nos echaron del Denver continuamos la fiesta en el Liverpool, un pub cercano. Por aquel entonces yo tenía que entrar a trabajar a las 6 de la mañana así que decidí echar el todo por el todo y empalmar. La ocasión lo merecía. Esperaría hasta que se fueran todos. Al final sólo quedábamos tres. Carlos, M. y yo. Subimos a la parte de arriba a echar un billar. En la sala donde estaba el billar (algunos ya la conocéis) sólo cabía el billar y una persona a cada lado del mismo, así que los roces eran continuos (con Carlos). Y las indirectas iban y venían. La situación empezaba a calentarse, pero... seguíamos siendo tres. Y finalmente, comprendí que el tercero no iba a irse.
El tercero, M., estaba esperando a su transporte, yo. Para ir a mi casa pasaba cerca de la suya, y le había estado llevando desde que entré en Mensa. Y esta vez no iba a ser distinto, no. En fin, que llegó el momento de la despedida. Una vez fuera del local yo quería despedirme de Carlos con dos besos muy especiales. Pero esto me suponía un pequeño inconveniente. A saber, le había dicho a M. que no me gustaba despedirme ni saludar con dos besos. Esto es completamente cierto, es una manía que cogí cuando tenía 16 años y disfruté brevemente de una pandilla de amigos (amigos de otra gente, en realidad). Era un rollo tener que saludar, una por una, a 15 personas que no se molestaban en levantarse. Aunque normalmente no soy muy estricta con este tema y casi nadie sabe que prefiero no andar besuqueando, pero a M. si se lo dije explícitamente, porque solíamos despedirnos en el coche y era realmente incómodo debido a un problema (que todavía padezco, por cierto) con mi cinturón de seguridad, que más bien parece un cinturón de castidad. No hay manera de que ceda. En fin, que me preocupaba un poco la reacción de M. al ver que a Carlos le iba a dar dos besos, pero... de cobardes nada se ha escrito. Me acerqué a Carlos y le obsequié con dos besos, en absoluto castos, dos besos de verdad, además le puse las manos en los hombros y acerqué mi cuerpo verticalmente. Entonces, me pareció que veía por fin un destello de nerviosismo en sus ojos, pero apenas duró un segundo, ¡qué tío más duro!.
De camino al coche esperaba que M. hiciera algún comentario al respecto, pero no, hablamos de otras cosas. No encontré el momento de explicarle la situación y tampoco estaba segura de si tenía que explicárselo. Es un chico comprensivo. En el peor de los casos, ¿qué podía pensar?, ¿qué Carlos me gustaba y él no?. Bueno, pues no era ni más ni menos que la realidad. Pero, ¿y si no se había dado cuenta de que Carlos me gustaba?, ¿y si simplemente pensaba que, en un acto de soberbia, a unos los saludo y a otros no me acerco?. Cuando llegamos al punto de descarga llegó el momento de ver cómo reaccionaba el muchacho. Y efectivamente, comprensivo sí, pero tonto ni un pelo, ¿eh?. El tío, ni corto ni perezoso, reclamó sus dos besos (que le dí, por supuesto, sin ningún problema, aunque fueron dos besos normales). Él comprendió que yo, en un alarde de conocimiento, reflexión y budismo autoinflingido había superado mi manía de no saludar con besos. O simplemente pensó, “a él se los has dado, pues conmigo te retratas también, ea”.
Esa noche, durante la reunión había hablado con Carlos sobre si había más reuniones a las que asistir, alegando que me sabían a poco. Y él me habló de reuniones privadas que no eran de Mensa, sino de amigos que, casualmente, pertenecen todos a la misma asociación. Reuniones a las que, lógicamente, no se puede asistir sólo por ser mensista. Te han de invitar. Pero me dejó una puerta abierta. Me dijo que ese fin de semana igual había algo y podía ser que me llamara. Así que quedé a la espera.
CONTINUARÁ...
El 20 de marzo se celebró mi primer Denver. No podía imaginar mejor ocasión para iniciar mis ardides que una noche de juegos. Por casualidad, (miratúquécosas) volvimos a sentarnos uno junto al otro, mientras jugábamos al mentiroso. Mientras él decidía qué jugada pasarme yo le miraba profundamente a los ojos y nos acercábamos tanto que su aliento me calentaba la cara. Y le hablaba con la voz más aterciopelada que encontré en el baúl de mis cuerdas vocales. Pero él resistía como un jabato. No titubeaba. No parecía nervioso. Al contrario, parecía disfrutar de ambos juegos tanto como yo. ¡Qué sensación tan exótica!
Cuando nos echaron del Denver continuamos la fiesta en el Liverpool, un pub cercano. Por aquel entonces yo tenía que entrar a trabajar a las 6 de la mañana así que decidí echar el todo por el todo y empalmar. La ocasión lo merecía. Esperaría hasta que se fueran todos. Al final sólo quedábamos tres. Carlos, M. y yo. Subimos a la parte de arriba a echar un billar. En la sala donde estaba el billar (algunos ya la conocéis) sólo cabía el billar y una persona a cada lado del mismo, así que los roces eran continuos (con Carlos). Y las indirectas iban y venían. La situación empezaba a calentarse, pero... seguíamos siendo tres. Y finalmente, comprendí que el tercero no iba a irse.
El tercero, M., estaba esperando a su transporte, yo. Para ir a mi casa pasaba cerca de la suya, y le había estado llevando desde que entré en Mensa. Y esta vez no iba a ser distinto, no. En fin, que llegó el momento de la despedida. Una vez fuera del local yo quería despedirme de Carlos con dos besos muy especiales. Pero esto me suponía un pequeño inconveniente. A saber, le había dicho a M. que no me gustaba despedirme ni saludar con dos besos. Esto es completamente cierto, es una manía que cogí cuando tenía 16 años y disfruté brevemente de una pandilla de amigos (amigos de otra gente, en realidad). Era un rollo tener que saludar, una por una, a 15 personas que no se molestaban en levantarse. Aunque normalmente no soy muy estricta con este tema y casi nadie sabe que prefiero no andar besuqueando, pero a M. si se lo dije explícitamente, porque solíamos despedirnos en el coche y era realmente incómodo debido a un problema (que todavía padezco, por cierto) con mi cinturón de seguridad, que más bien parece un cinturón de castidad. No hay manera de que ceda. En fin, que me preocupaba un poco la reacción de M. al ver que a Carlos le iba a dar dos besos, pero... de cobardes nada se ha escrito. Me acerqué a Carlos y le obsequié con dos besos, en absoluto castos, dos besos de verdad, además le puse las manos en los hombros y acerqué mi cuerpo verticalmente. Entonces, me pareció que veía por fin un destello de nerviosismo en sus ojos, pero apenas duró un segundo, ¡qué tío más duro!.
De camino al coche esperaba que M. hiciera algún comentario al respecto, pero no, hablamos de otras cosas. No encontré el momento de explicarle la situación y tampoco estaba segura de si tenía que explicárselo. Es un chico comprensivo. En el peor de los casos, ¿qué podía pensar?, ¿qué Carlos me gustaba y él no?. Bueno, pues no era ni más ni menos que la realidad. Pero, ¿y si no se había dado cuenta de que Carlos me gustaba?, ¿y si simplemente pensaba que, en un acto de soberbia, a unos los saludo y a otros no me acerco?. Cuando llegamos al punto de descarga llegó el momento de ver cómo reaccionaba el muchacho. Y efectivamente, comprensivo sí, pero tonto ni un pelo, ¿eh?. El tío, ni corto ni perezoso, reclamó sus dos besos (que le dí, por supuesto, sin ningún problema, aunque fueron dos besos normales). Él comprendió que yo, en un alarde de conocimiento, reflexión y budismo autoinflingido había superado mi manía de no saludar con besos. O simplemente pensó, “a él se los has dado, pues conmigo te retratas también, ea”.
Esa noche, durante la reunión había hablado con Carlos sobre si había más reuniones a las que asistir, alegando que me sabían a poco. Y él me habló de reuniones privadas que no eran de Mensa, sino de amigos que, casualmente, pertenecen todos a la misma asociación. Reuniones a las que, lógicamente, no se puede asistir sólo por ser mensista. Te han de invitar. Pero me dejó una puerta abierta. Me dijo que ese fin de semana igual había algo y podía ser que me llamara. Así que quedé a la espera.
CONTINUARÁ...
ROMANCE (PARTE IV)
El 28 de febrero fue el segundo Viena del mes. Charlé con mucha gente, me divertí mucho. No recuerdo que hubiera ese día un especial acercamiento con Carlos, hasta que nos echaron del irlandés. Carlos, X. y yo decidimos continuar la fiesta y acabamos en el apartamento de X. Pero no penséis mal que sólo charlamos. De intimidades, sobre todo. Fue como una sesión de verdad, acción o beso, pero sin acción y sin beso. Sólo verdad. Algún instinto me empujaba a mantenerme cerca de X. a pesar de que mis deseos iban por otros derroteros. Es muy confuso. Tenía miedo de que Carlos percibiera mis intenciones y desviaba la atención con X., pero ahora me doy cuenta que yo no tenía intenciones aún. Quizá simplemente trataba de evitar que mis feromonas fueran hacia Carlos. Lo único que me sorprende es que no recuerdo que yo conscientemente estuviera al tanto de lo que estaban haciendo mis feromonas. Tal vez llegué a la errónea conclusión de que de interesarle debería haber mostrado ya algún indicio y al no haberlo hecho, era mejor centrarme en otros objetivos. Concretamente en el que ya tenía. A saber: había roto con J. hacía meses y aunque lo consideraba ya superado, tenía intención de batir mi récord de estar sola. Craso error. Yo ya nací sola y crecí sola. No tiene nada que enseñarme ya la soledad.
Llegó por fin el 4 de marzo. Reunión en Terrassa. El día que vi la luz. Lancé un mensaje buscando que alguien (¿alguien? Bien. ¿Carlos? Mejor que bien) me llevara a Terrassa. Carlos respondió. Vino a buscarme a Santa Coloma. Charlamos durante el viaje. Parecía realmente no estar interesado en mí, cosa que no debía importarme pues yo no estaba interesada en él ni en nadie. ¿O quizá sí?.
La reunión comenzó en el Aquí té pà. Al ir a pagar me di cuenta de que no llevaba dinero en efectivo y le pregunté a C.S., que amablemente me indicó un cajero. Al volver de sacar el dinero vi a Carlos que caminaba en mi dirección. “Otro que acostumbra a tirar de tarjeta”, pensé. Pero no. Se detuvo junto a mí. Había salido a buscarme. ¿Le preocupaba que me pasara algo?. Me custodió hasta el bar, donde volví a entrar para pagar mi parte.
En el restaurante volvió a pasarme eso de sentarme inexorablemente al lado de Carlos. No sé, era como un imán. Durante la cena, Carlos comentó en un momento de la conversación que “con una relación tormentosa al año tengo suficiente”. No me gustó oir eso. Me desalentó en mis aún no iniciados planes y en mis no conscientes proyectos amorosos. Es muy extraño todo esto porque recuerdo exactamente el momento en que decidí que ese hombre sería mío y fue un poco más adelante. ¿A qué respondían, pues, todos mis anteriores sentimientos?
Al hacer las cuentas en función de lo que habíamos comido, a algunos nos correspondía pagar 13 euros y a otros, otra cantidad no muy diferente. Al darle el dinero a M.S. le dije: “yo soy 13”. Mi incorrección gramatical no podía pasarle desapercibida a Carlos que contraatacó rápidamente: “No, tú eres 10”. Le miré un segundo. Pensé. “No, según lo que he comido a mí me toca pagar 13”, dije, completamente en la inopia. Carlos insistió: “No, tú eres 10”. Volví a mirarle más detenidamente y leí en sus ojos las palabras que faltaban entre “eres” y “10”: “una mujer”. Me ruboricé a velocidad taquiónica como si tuviera 14 años. Se me aceleró el pulso. Sonreí un poco avergonzada por haber sido la última en darse cuenta del juego de palabras. Y entonces, como no, mi mentalidad práctica surgió. “Vale, chaval, ahora está claro. Voy a por ti.”, pensé. Ese fue el momento exacto en que decidí que Carlos cumplía los requisitos superficiales para ser mi acompañante en el camino de la vida. Aunque aún, claro está, habría que superar más pruebas antes del sí definitivo.
Pasó una larguísima semana antes de que llegara el 11 de marzo, el primer Viena. Desgraciadamente, la suerte no acompañó y no pude apenas compartir espacio con Carlos, pues estaba rodeado de gente. Tenía confianza para ir hasta él y pedirle que me hiciera un sitio, pero no me parecía correcto apretujarme en un extremo cuando en el otro había sitio de sobras (todos podemos imaginar porqué se dan esas circunstancias). Así que tiempo muerto. Habrá ocasiones mejores. No hay problema. Tampoco era cuestión de levantar la liebre tan rápido.
CONTINUARÁ...
El 28 de febrero fue el segundo Viena del mes. Charlé con mucha gente, me divertí mucho. No recuerdo que hubiera ese día un especial acercamiento con Carlos, hasta que nos echaron del irlandés. Carlos, X. y yo decidimos continuar la fiesta y acabamos en el apartamento de X. Pero no penséis mal que sólo charlamos. De intimidades, sobre todo. Fue como una sesión de verdad, acción o beso, pero sin acción y sin beso. Sólo verdad. Algún instinto me empujaba a mantenerme cerca de X. a pesar de que mis deseos iban por otros derroteros. Es muy confuso. Tenía miedo de que Carlos percibiera mis intenciones y desviaba la atención con X., pero ahora me doy cuenta que yo no tenía intenciones aún. Quizá simplemente trataba de evitar que mis feromonas fueran hacia Carlos. Lo único que me sorprende es que no recuerdo que yo conscientemente estuviera al tanto de lo que estaban haciendo mis feromonas. Tal vez llegué a la errónea conclusión de que de interesarle debería haber mostrado ya algún indicio y al no haberlo hecho, era mejor centrarme en otros objetivos. Concretamente en el que ya tenía. A saber: había roto con J. hacía meses y aunque lo consideraba ya superado, tenía intención de batir mi récord de estar sola. Craso error. Yo ya nací sola y crecí sola. No tiene nada que enseñarme ya la soledad.
Llegó por fin el 4 de marzo. Reunión en Terrassa. El día que vi la luz. Lancé un mensaje buscando que alguien (¿alguien? Bien. ¿Carlos? Mejor que bien) me llevara a Terrassa. Carlos respondió. Vino a buscarme a Santa Coloma. Charlamos durante el viaje. Parecía realmente no estar interesado en mí, cosa que no debía importarme pues yo no estaba interesada en él ni en nadie. ¿O quizá sí?.
La reunión comenzó en el Aquí té pà. Al ir a pagar me di cuenta de que no llevaba dinero en efectivo y le pregunté a C.S., que amablemente me indicó un cajero. Al volver de sacar el dinero vi a Carlos que caminaba en mi dirección. “Otro que acostumbra a tirar de tarjeta”, pensé. Pero no. Se detuvo junto a mí. Había salido a buscarme. ¿Le preocupaba que me pasara algo?. Me custodió hasta el bar, donde volví a entrar para pagar mi parte.
En el restaurante volvió a pasarme eso de sentarme inexorablemente al lado de Carlos. No sé, era como un imán. Durante la cena, Carlos comentó en un momento de la conversación que “con una relación tormentosa al año tengo suficiente”. No me gustó oir eso. Me desalentó en mis aún no iniciados planes y en mis no conscientes proyectos amorosos. Es muy extraño todo esto porque recuerdo exactamente el momento en que decidí que ese hombre sería mío y fue un poco más adelante. ¿A qué respondían, pues, todos mis anteriores sentimientos?
Al hacer las cuentas en función de lo que habíamos comido, a algunos nos correspondía pagar 13 euros y a otros, otra cantidad no muy diferente. Al darle el dinero a M.S. le dije: “yo soy 13”. Mi incorrección gramatical no podía pasarle desapercibida a Carlos que contraatacó rápidamente: “No, tú eres 10”. Le miré un segundo. Pensé. “No, según lo que he comido a mí me toca pagar 13”, dije, completamente en la inopia. Carlos insistió: “No, tú eres 10”. Volví a mirarle más detenidamente y leí en sus ojos las palabras que faltaban entre “eres” y “10”: “una mujer”. Me ruboricé a velocidad taquiónica como si tuviera 14 años. Se me aceleró el pulso. Sonreí un poco avergonzada por haber sido la última en darse cuenta del juego de palabras. Y entonces, como no, mi mentalidad práctica surgió. “Vale, chaval, ahora está claro. Voy a por ti.”, pensé. Ese fue el momento exacto en que decidí que Carlos cumplía los requisitos superficiales para ser mi acompañante en el camino de la vida. Aunque aún, claro está, habría que superar más pruebas antes del sí definitivo.
Pasó una larguísima semana antes de que llegara el 11 de marzo, el primer Viena. Desgraciadamente, la suerte no acompañó y no pude apenas compartir espacio con Carlos, pues estaba rodeado de gente. Tenía confianza para ir hasta él y pedirle que me hiciera un sitio, pero no me parecía correcto apretujarme en un extremo cuando en el otro había sitio de sobras (todos podemos imaginar porqué se dan esas circunstancias). Así que tiempo muerto. Habrá ocasiones mejores. No hay problema. Tampoco era cuestión de levantar la liebre tan rápido.
CONTINUARÁ...