martes, junio 17, 2003
Mamá, quiero ser artista
7 de junio. 2 de la madrugada. Actuación de Compàs d Espera en Sant Andreu Comtal. Los integrantes del grupo comentan entusiasmados los hechos acaecidos. Tres nuevos clientes. Felicitaciones. Un arrollador éxito. Marta quiere enterarse de los detalles. Pregunta. Marta quiere que le regalen los oídos. Vuelve a preguntar. Los dos compañeros de Marta hablan entre ellos con cierta y merecida desesperación: -“Marta aún no se cree lo bien que canta”-. Y Marta, que lo oye, tiene una revelación.
1987. Marta ya hace tiempo que ha descubierto el placer de cantar. A ella le gusta lo que suena. Ergo, suena bien. Le gusta cantar y canta por todas partes.
Canta en el colegio. En el recreo. Para quien quiera oirla. Pero nadie quiere. Nadie se acerca atraído por su voz, cual marinero por una sirena. Sólo su amiga de siempre permanece a su lado. Su única amiga. -“Marta, ¿por qué no te callas ya?”- dice su amiga. No menos importante que variar el repertorio, es que varíe el público. Pero, ¿qué sabe Marta de estas cosas? Será que no canta tan bien. Un niño de otra clase del mismo curso se arranca en cualquier momento por sevillanas, y los niños bailan, y se acercan en tropel. Marta lo escucha. -“No canta mejor que yo”-, piensa. Qué extraña es la vida o la gente. -“Será que todos esos niños son amigos suyos y por eso le siguen las gracias”-. Marta, ¿por qué no te callas ya?
Canta en casa y en las fiestas familiares. -“Uy, mira, la niña canta”- dicen sus parientes como quien ve pasar un pájaro. -“Uy, mira, una gaviota”-. No le dicen que se calle. -“¿Queréis que cante más?”-, pregunta Marta, sorprendida. -“Sí, claro, nena, canta lo que tú quieras, preciosa, bonita tú”- Y Marta se prepara para cantar, piensa en una canción bonita, pero... ¿dónde está el público?. Están ahí, sentados a la mesa, le dan la espalda, hablan de sus cosas... Marta empieza a cantar. Nadie se inmuta. Marta termina la canción. Se hace un pequeño silencio. -“Ya he terminado”-, anuncia. Se dan la vuelta, sonríen de repente y aplauden tímidamente y la felicitan. -“Muy bien, nena, lo has hecho muy bien”-. Pero Marta no es tan tonta ni tan pequeña ya. En fin, al menos, la dejan cantar. La familia lo aguanta todo. Marta sigue cantando. -“Niña, canta un poquito más bajo, anda”-, dice su madre. ¿Y un poquito más lejos, quizá?. Uy, mira, la niña canta.
1993. Marta va al instituto y tiene nuevas amistades. Bueno, en realidad, sólo tiene una amiga que va con un grupo amplio, donde su presencia no parece importunar.
Canta en los karaokes. Sube al escenario. Todo su ser tiembla. Aún falta tiempo para que Marta descubra lo bien que va bailar para que no se noten los temblores. Marta canta una balada y la gente aplaude y grita. –“Muy bien, bravo, bravooo”- Marta baja rápidamente del escenario. No está acostumbrada a llamar tanto la atención. Corre, corre a integrarse otra vez en el anonimato de su grupo, y se sienta frente a alguien que, en ese momento, coge su copa y la ve. –“Uy, ¿ya has cantado?”- Y su amiga dice: -“Sí, canta muy bien”. Y el resto la miran y no dicen nada, pero sus miradas sí. Dicen: -“Sí, canta muy bien, ¿y qué?”- Pero Marta está contenta porque al público le ha gustado. Ahora acaba de cantar otra persona. Lo ha hecho muy mal y la gente aplaude y grita. –“Muy bien, bravo, bravooo”-. Caramba, que poco criterio. Marta también aplaude, no vaya a ser que vuelva a salir ella, y no la vitoreen, por no haber felicitado a los demás. –“Ah, claro. Aquí hay que aplaudir a todo el mundo, vale, vale, ya lo voy cogiendo”- Silencio entre el barullo. Un instante detenido en el tiempo. Un pensamiento se abre camino mientras otro rebota en las paredes. –“A todo el mundo... Incluso a mí”. Sí, canta muy bien, ¿y qué?
Domingo por la mañana. La despierta un leve murmullo. Lo sigue. -“!!Mamá está cantando¡¡”-. Su madre se calla en cuanto la ve. Le pide que siga cantando. Denegado. No sabía que supiera cantar. Qué revelación.
El hermano de Marta se casa. Se celebra un convite. La orquesta se va pero la fiesta continúa. Es una celebración sencilla. Se hace un corro y el padre de la novia se arranca por bulerías al son de unas palmas. A estas alturas, uno se atreve a decir que otro gallo hubiera cantado si Marta se hubiera aficionado a Camarón en vez de a Mecano. Los invitados bailan. Marta corre hacia su madre. –“Mamá, canta, canta”- Sus hermanos la oyen. –“¿La mama canta?”-. Entre todos la convencen. En realidad, no canta tan bien y menos estando tan nerviosa. ¿Quién la manda hacer caso de la niña esta?. Menuda jugarreta. En fin, menos mal que madre sólo hay una y lo perdona todo. Pero la madre se la devuelve y ahora está Marta en el centro del corro. Hala, canta. Y Marta canta una baladita. Y la gente espera pacientemente a que acabe, aplaude como es de menester, y deciden, ves quina casualitat, que mejor vamos a poner unos cd’s. Marta deambula entre las mesas e intenta integrarse en las conversaciones familiares. Al fin y al cabo, ya es casi una adulta. Un hermano de su casi olvidado padre se acerca a ella y le confiesa: -“Tu padre cantaba como el mismísimo Antonio Molina, de hecho somos parientes lejanos”- Y se aleja de ella, tal cual se ha acercado. Marta corre hacia su madre y su pensamiento retorna a una antigua clase de ciencias naturales: lección: la heredabilidad de los caracteres. –“Mamá, dice el tito Rafael que papá cantaba. A lo mejor lo he heredado de él”- Bueno, Marta, de acuerdo, tu madre no canta mejor que tú, pero tampoco has de ser desagradable. Su madre desvía la mirada. El tema le incomoda. ¿Por qué?. –“Yo nunca he oído cantar a tu padre, ni siquiera en la ducha”. Un adulto interrumpe la conversación y su madre escapa.
Marta está a punto de cumplir los 18 años. Deja los estudios por desagradables circunstancias que ahora no contaré, y acepta su primer empleo como secretaria en una agencia de publicidad y modelos. Le dan el empleo porque sin tener aún la mayoría de edad va a la entrevista sin mamá (su novio la está esperando abajo, porque ha pensado que se iba a aburrir durante la entrevista y ha preferido tomarse una cervecita en una terraza) y porque no se inmuta cuando el jefe le masajea los hombros mientras escribe a máquina. Qué tablas tiene esta chica. En realidad, es que se ha quedado helada. Y su ya más que dominada capacidad para no llamar la atención, hacen creer al jefe que está curtida para lo que él sabe que se va a encontrar en ese trabajo. Craso error. Pero Marta es la chica con más suerte que conozco y saldrá adelante de un modo casi irrisorio. Me recuerda a Feliciano cuando se agacha para coger una moneda que ha encontrado evitando así, casualmente, que un disparo le alcance, y sigue su camino sin darse cuenta de lo cerca que ha estado del peligro. Así fue como evitó caer en las drogas. –“¿Quieres?”- le decían mostrándole un polvito blanco. Marta no contestaba, pero sabía poner cara de “perdona, estoy pensando en otra cosa, ¿qué dices?”. –“¿Qué si quieres cocaína?”- Marta no contestaba, pero sabía poner cara de “Ay, no sé, es que estoy muy llena”, así el susodicho iniciaba él el consumo y Marta podía enterarse de cómo se consumía eso. -“A ver, a ver. Echa el polvo sobre una tarjeta de crédito... Enrolla un billete, ¿Para qué carajo enrolla un billete?... huy, me lo ofrece”- Marta coge el billete enrollado y se lo mira, y le mira a él, y sus caras ya no funcionan. –“no, no, tú primero, por favor, es tuya... Hum... Acerca el billete enrollado al polvito y ahora se lo mete dentro de la nariz Y SORBE¡¡¡ Ay, por Dios, qué asco, aaaahg¡¡... Sí, hombre, y ahora me lo ofrece, pero será guarro, el tío¡¡, anda y límpiate la cara que parece que hayas estornudado en un saco de harina...¡¡” Y así, Marta dijo NO. Si es que ser una tiquismiquis tenía que tener alguna ventaja, no todo va a ser pasar hambre en el comedor del colegio. Pero, a lo que íbamos, en ese trabajo, con los desfiles en las discotecas, llenas de modelos jovencísimas y de hombres sedientos de vete tú a saber qué, Marta se adentró en un terreno de peligrosa seducción, de alabanzas con segundas y hasta terceras intenciones, de Nena, te voy a hacer una estrella y si te descuidas un hijo, aunque esto último no se lo decían. Un océano de tiburones con falsas promesas como tercera hilera de dientes. Y las niñas de, incluso 15 años, iban a Marta a preguntarle como nadar en ese peligroso océano. Y qué podía saber ella, que acababa de caerse del nido. Entonces, de vez en cuando, al principio, y casi habitualmente después, Marta empezó a suplir a las modelos que, a última hora, decidían no venir y desmontar la perfecta y trabajada coreografía de los concursos de misses. Así, que ahí se ponía ella, junto a las demás, la más bajita de todas. Alguna vez ganó. Sobre todo, cuando le tocaba desfilar con un tacón de menos. Bien, el caso es que en esos concursos había una prueba de talento. Y Marta, por supuesto, cantaba. Y recibía alabanzas. Por unos preciosos instantes, Marta creyó que tenía talento, cosa que nunca había descreído del todo. Pero, quienes se lo decían siempre deseaban sexo. Curiosa coincidencia, que Marta no recibiera apenas alabanzas de mujeres. Bah, envidia cochina.
Pasado casi un año, Marta buscó otros trabajos más rutinarios y normales, y conoció a otras personas. Y empezó a salir con un chico que, curiosamente, estaba vinculado al mundo de la música. Y Marta retomó con su ayuda sus aún no olvidados sueños musicales. Y las alabanzas volvieron a salir pero sólo de la boca de aquellas personas que la querían mucho. Canta lo que quieras, preciosa, bonita tú. Y los años pasaron y nada se perfiló en su carrera musical durante mucho tiempo. Ni siquiera montar el estudio de grabación, trabajar en la tele o ser miembro por derecho de la AIE (Artistas, Intérpretes y Ejecutantes) sirvió para verle color al asunto. Todo quedaba en nada.
Por un capricho del destino Marta se asoció con Esther y nació Compàs d Espera. Y desinfló sus expectativas para disfrutar de la música y convertir lo poco que tenía en algo importante. Y ahora vive de la música. Cosa con la que muchos aún sueñan. Marta siempre ha sabido que canta bien. No necesita creerse que canta bien.
Los dos compañeros de Marta hablan entre ellos con cierta y merecida desesperación: -“Marta aún no se cree lo bien que canta”-. Y Marta, que lo oye, tiene una revelación. –“Sí me creo que canto bien. Lo que no me acabo de creer es que la gente lo valore y sean capaces de admirarme por eso. Tal vez, a otros, a mí no.”-
Sí, canta bien, ¿y qué?
7 de junio. 2 de la madrugada. Actuación de Compàs d Espera en Sant Andreu Comtal. Los integrantes del grupo comentan entusiasmados los hechos acaecidos. Tres nuevos clientes. Felicitaciones. Un arrollador éxito. Marta quiere enterarse de los detalles. Pregunta. Marta quiere que le regalen los oídos. Vuelve a preguntar. Los dos compañeros de Marta hablan entre ellos con cierta y merecida desesperación: -“Marta aún no se cree lo bien que canta”-. Y Marta, que lo oye, tiene una revelación.
1987. Marta ya hace tiempo que ha descubierto el placer de cantar. A ella le gusta lo que suena. Ergo, suena bien. Le gusta cantar y canta por todas partes.
Canta en el colegio. En el recreo. Para quien quiera oirla. Pero nadie quiere. Nadie se acerca atraído por su voz, cual marinero por una sirena. Sólo su amiga de siempre permanece a su lado. Su única amiga. -“Marta, ¿por qué no te callas ya?”- dice su amiga. No menos importante que variar el repertorio, es que varíe el público. Pero, ¿qué sabe Marta de estas cosas? Será que no canta tan bien. Un niño de otra clase del mismo curso se arranca en cualquier momento por sevillanas, y los niños bailan, y se acercan en tropel. Marta lo escucha. -“No canta mejor que yo”-, piensa. Qué extraña es la vida o la gente. -“Será que todos esos niños son amigos suyos y por eso le siguen las gracias”-. Marta, ¿por qué no te callas ya?
Canta en casa y en las fiestas familiares. -“Uy, mira, la niña canta”- dicen sus parientes como quien ve pasar un pájaro. -“Uy, mira, una gaviota”-. No le dicen que se calle. -“¿Queréis que cante más?”-, pregunta Marta, sorprendida. -“Sí, claro, nena, canta lo que tú quieras, preciosa, bonita tú”- Y Marta se prepara para cantar, piensa en una canción bonita, pero... ¿dónde está el público?. Están ahí, sentados a la mesa, le dan la espalda, hablan de sus cosas... Marta empieza a cantar. Nadie se inmuta. Marta termina la canción. Se hace un pequeño silencio. -“Ya he terminado”-, anuncia. Se dan la vuelta, sonríen de repente y aplauden tímidamente y la felicitan. -“Muy bien, nena, lo has hecho muy bien”-. Pero Marta no es tan tonta ni tan pequeña ya. En fin, al menos, la dejan cantar. La familia lo aguanta todo. Marta sigue cantando. -“Niña, canta un poquito más bajo, anda”-, dice su madre. ¿Y un poquito más lejos, quizá?. Uy, mira, la niña canta.
1993. Marta va al instituto y tiene nuevas amistades. Bueno, en realidad, sólo tiene una amiga que va con un grupo amplio, donde su presencia no parece importunar.
Canta en los karaokes. Sube al escenario. Todo su ser tiembla. Aún falta tiempo para que Marta descubra lo bien que va bailar para que no se noten los temblores. Marta canta una balada y la gente aplaude y grita. –“Muy bien, bravo, bravooo”- Marta baja rápidamente del escenario. No está acostumbrada a llamar tanto la atención. Corre, corre a integrarse otra vez en el anonimato de su grupo, y se sienta frente a alguien que, en ese momento, coge su copa y la ve. –“Uy, ¿ya has cantado?”- Y su amiga dice: -“Sí, canta muy bien”. Y el resto la miran y no dicen nada, pero sus miradas sí. Dicen: -“Sí, canta muy bien, ¿y qué?”- Pero Marta está contenta porque al público le ha gustado. Ahora acaba de cantar otra persona. Lo ha hecho muy mal y la gente aplaude y grita. –“Muy bien, bravo, bravooo”-. Caramba, que poco criterio. Marta también aplaude, no vaya a ser que vuelva a salir ella, y no la vitoreen, por no haber felicitado a los demás. –“Ah, claro. Aquí hay que aplaudir a todo el mundo, vale, vale, ya lo voy cogiendo”- Silencio entre el barullo. Un instante detenido en el tiempo. Un pensamiento se abre camino mientras otro rebota en las paredes. –“A todo el mundo... Incluso a mí”. Sí, canta muy bien, ¿y qué?
Domingo por la mañana. La despierta un leve murmullo. Lo sigue. -“!!Mamá está cantando¡¡”-. Su madre se calla en cuanto la ve. Le pide que siga cantando. Denegado. No sabía que supiera cantar. Qué revelación.
El hermano de Marta se casa. Se celebra un convite. La orquesta se va pero la fiesta continúa. Es una celebración sencilla. Se hace un corro y el padre de la novia se arranca por bulerías al son de unas palmas. A estas alturas, uno se atreve a decir que otro gallo hubiera cantado si Marta se hubiera aficionado a Camarón en vez de a Mecano. Los invitados bailan. Marta corre hacia su madre. –“Mamá, canta, canta”- Sus hermanos la oyen. –“¿La mama canta?”-. Entre todos la convencen. En realidad, no canta tan bien y menos estando tan nerviosa. ¿Quién la manda hacer caso de la niña esta?. Menuda jugarreta. En fin, menos mal que madre sólo hay una y lo perdona todo. Pero la madre se la devuelve y ahora está Marta en el centro del corro. Hala, canta. Y Marta canta una baladita. Y la gente espera pacientemente a que acabe, aplaude como es de menester, y deciden, ves quina casualitat, que mejor vamos a poner unos cd’s. Marta deambula entre las mesas e intenta integrarse en las conversaciones familiares. Al fin y al cabo, ya es casi una adulta. Un hermano de su casi olvidado padre se acerca a ella y le confiesa: -“Tu padre cantaba como el mismísimo Antonio Molina, de hecho somos parientes lejanos”- Y se aleja de ella, tal cual se ha acercado. Marta corre hacia su madre y su pensamiento retorna a una antigua clase de ciencias naturales: lección: la heredabilidad de los caracteres. –“Mamá, dice el tito Rafael que papá cantaba. A lo mejor lo he heredado de él”- Bueno, Marta, de acuerdo, tu madre no canta mejor que tú, pero tampoco has de ser desagradable. Su madre desvía la mirada. El tema le incomoda. ¿Por qué?. –“Yo nunca he oído cantar a tu padre, ni siquiera en la ducha”. Un adulto interrumpe la conversación y su madre escapa.
Marta está a punto de cumplir los 18 años. Deja los estudios por desagradables circunstancias que ahora no contaré, y acepta su primer empleo como secretaria en una agencia de publicidad y modelos. Le dan el empleo porque sin tener aún la mayoría de edad va a la entrevista sin mamá (su novio la está esperando abajo, porque ha pensado que se iba a aburrir durante la entrevista y ha preferido tomarse una cervecita en una terraza) y porque no se inmuta cuando el jefe le masajea los hombros mientras escribe a máquina. Qué tablas tiene esta chica. En realidad, es que se ha quedado helada. Y su ya más que dominada capacidad para no llamar la atención, hacen creer al jefe que está curtida para lo que él sabe que se va a encontrar en ese trabajo. Craso error. Pero Marta es la chica con más suerte que conozco y saldrá adelante de un modo casi irrisorio. Me recuerda a Feliciano cuando se agacha para coger una moneda que ha encontrado evitando así, casualmente, que un disparo le alcance, y sigue su camino sin darse cuenta de lo cerca que ha estado del peligro. Así fue como evitó caer en las drogas. –“¿Quieres?”- le decían mostrándole un polvito blanco. Marta no contestaba, pero sabía poner cara de “perdona, estoy pensando en otra cosa, ¿qué dices?”. –“¿Qué si quieres cocaína?”- Marta no contestaba, pero sabía poner cara de “Ay, no sé, es que estoy muy llena”, así el susodicho iniciaba él el consumo y Marta podía enterarse de cómo se consumía eso. -“A ver, a ver. Echa el polvo sobre una tarjeta de crédito... Enrolla un billete, ¿Para qué carajo enrolla un billete?... huy, me lo ofrece”- Marta coge el billete enrollado y se lo mira, y le mira a él, y sus caras ya no funcionan. –“no, no, tú primero, por favor, es tuya... Hum... Acerca el billete enrollado al polvito y ahora se lo mete dentro de la nariz Y SORBE¡¡¡ Ay, por Dios, qué asco, aaaahg¡¡... Sí, hombre, y ahora me lo ofrece, pero será guarro, el tío¡¡, anda y límpiate la cara que parece que hayas estornudado en un saco de harina...¡¡” Y así, Marta dijo NO. Si es que ser una tiquismiquis tenía que tener alguna ventaja, no todo va a ser pasar hambre en el comedor del colegio. Pero, a lo que íbamos, en ese trabajo, con los desfiles en las discotecas, llenas de modelos jovencísimas y de hombres sedientos de vete tú a saber qué, Marta se adentró en un terreno de peligrosa seducción, de alabanzas con segundas y hasta terceras intenciones, de Nena, te voy a hacer una estrella y si te descuidas un hijo, aunque esto último no se lo decían. Un océano de tiburones con falsas promesas como tercera hilera de dientes. Y las niñas de, incluso 15 años, iban a Marta a preguntarle como nadar en ese peligroso océano. Y qué podía saber ella, que acababa de caerse del nido. Entonces, de vez en cuando, al principio, y casi habitualmente después, Marta empezó a suplir a las modelos que, a última hora, decidían no venir y desmontar la perfecta y trabajada coreografía de los concursos de misses. Así, que ahí se ponía ella, junto a las demás, la más bajita de todas. Alguna vez ganó. Sobre todo, cuando le tocaba desfilar con un tacón de menos. Bien, el caso es que en esos concursos había una prueba de talento. Y Marta, por supuesto, cantaba. Y recibía alabanzas. Por unos preciosos instantes, Marta creyó que tenía talento, cosa que nunca había descreído del todo. Pero, quienes se lo decían siempre deseaban sexo. Curiosa coincidencia, que Marta no recibiera apenas alabanzas de mujeres. Bah, envidia cochina.
Pasado casi un año, Marta buscó otros trabajos más rutinarios y normales, y conoció a otras personas. Y empezó a salir con un chico que, curiosamente, estaba vinculado al mundo de la música. Y Marta retomó con su ayuda sus aún no olvidados sueños musicales. Y las alabanzas volvieron a salir pero sólo de la boca de aquellas personas que la querían mucho. Canta lo que quieras, preciosa, bonita tú. Y los años pasaron y nada se perfiló en su carrera musical durante mucho tiempo. Ni siquiera montar el estudio de grabación, trabajar en la tele o ser miembro por derecho de la AIE (Artistas, Intérpretes y Ejecutantes) sirvió para verle color al asunto. Todo quedaba en nada.
Por un capricho del destino Marta se asoció con Esther y nació Compàs d Espera. Y desinfló sus expectativas para disfrutar de la música y convertir lo poco que tenía en algo importante. Y ahora vive de la música. Cosa con la que muchos aún sueñan. Marta siempre ha sabido que canta bien. No necesita creerse que canta bien.
Los dos compañeros de Marta hablan entre ellos con cierta y merecida desesperación: -“Marta aún no se cree lo bien que canta”-. Y Marta, que lo oye, tiene una revelación. –“Sí me creo que canto bien. Lo que no me acabo de creer es que la gente lo valore y sean capaces de admirarme por eso. Tal vez, a otros, a mí no.”-
Sí, canta bien, ¿y qué?
lunes, junio 16, 2003
Wally.
Si alguno de vosotros se sigue preguntando dónde está Wally, tengo una respuesta que darle. No sé dónde vive, pero sé que trabaja en el local situado en los bajos del número 5 de la calle Oviedo, en L’Hospitalet.
Lo sé porque llevo varios días viéndole pasar, cargando y descargando los camiones que aparcan en la esquina, entrando y sacando cajas de ese local.
Es Wally, sin duda. El pelo, las gafas, el jersey, la complexión. No lleva mochila, pero, claro, le estorbaría para descargar las cajas.
No sé si entristecerme o alegrarme de que Wally haya sentado la cabeza y se haya puesto a trabajar. Por un lado, me alegro. Supongo que dentro de poco ganará lo suficiente para cambiarse el mugriento jersey por uno más en consonancia con el siglo veintiuno, y dejará de vagabundear por ahí ocultándose entre la gente. Por otro lado, siempre me apena que un espíritu libre como parecía ser él caiga en las redes del capitalismo feroz y abandone la vida de comunión con la naturaleza y el folklore para sumergirse en la vorágine (o en la rutina) del mundo laboral.
Coñas aparte, me resisto a creer que ese tipo no sea consciente de que, con esa apariencia externa que lleva, es clavadito a Wally. Es una de las más asombrosas transposiciones del cómic a carne y hueso que he visto nunca, comparable a algunos de los personajes de Mortadelo (el súper, por ejemplo), o al señor Wilson que Walter Matthau encarnó en Daniel el travieso.
Y para no hacer otra entrada, que no tengo ganas, aprovecho la oportunidad para comentaros que he iniciado, con la ayuda de Marta, otra cruzada contra los michelines (que en mi caso incluso tienen nombre, les puse Juanito, Jorgito y Jaimito).
La dieta que seguí una vez estaba basada en consumir únicamente proteínas, de manera que el cuerpo se viera forzado a emplear las grasas almacenadas en el cuerpo. Funcionó, perdí nueve kilos, pero los recuperé en cuanto me despisté y además dicen que ese tipo de dietas aumenta peligrosamente los niveles de acetona. Como no quiero convertirme en un quitaesmalte ambulante, he decidido que el sistema que vamos a utilizar es uno que comentó una doctora por la tele. La base de cualquier proceso de adelgazamiento es ingerir menos calorías de las que gastas. La doctora indicó que el mejor sistema de adelgazar es comer más o menos lo mismo que comes normalmente, pero reduciendo considerablemente la cantidad, y hacer mucho ejercicio. Evidentemente se pasa hambre y hace falta una importante dosis de voluntad, pero nada se pierde con probar y parece ser que el hecho de no prohibirte drásticamente ningún alimento facilita psicológicamente el proceso.
Veremos qué pasa. De momento, hoy ya he desayunado la mitad de lo habitual y he cargado sacos en la tienda con una vehemencia que mis empleados encuentran muy sorprendente. Ahora mismo tengo tanta hambre que he dado varios mordiscos a los marcos de las puertas y estoy empezando a imaginar suculentas recetas de cocina a base de yeso y tochos. “Ladrille a la crême du cement”, por ejemplo.
Os informaré puntualmente de mis progresos. Hoy es el día 0, y llamaremos también 0 a la exagerada cantidad de kg que mi desvergonzada báscula me ha dicho que peso hoy. A ver
si la siguiente vez que me peso estoy en -2 o algo así.
Si alguno de vosotros se sigue preguntando dónde está Wally, tengo una respuesta que darle. No sé dónde vive, pero sé que trabaja en el local situado en los bajos del número 5 de la calle Oviedo, en L’Hospitalet.
Lo sé porque llevo varios días viéndole pasar, cargando y descargando los camiones que aparcan en la esquina, entrando y sacando cajas de ese local.
Es Wally, sin duda. El pelo, las gafas, el jersey, la complexión. No lleva mochila, pero, claro, le estorbaría para descargar las cajas.
No sé si entristecerme o alegrarme de que Wally haya sentado la cabeza y se haya puesto a trabajar. Por un lado, me alegro. Supongo que dentro de poco ganará lo suficiente para cambiarse el mugriento jersey por uno más en consonancia con el siglo veintiuno, y dejará de vagabundear por ahí ocultándose entre la gente. Por otro lado, siempre me apena que un espíritu libre como parecía ser él caiga en las redes del capitalismo feroz y abandone la vida de comunión con la naturaleza y el folklore para sumergirse en la vorágine (o en la rutina) del mundo laboral.
Coñas aparte, me resisto a creer que ese tipo no sea consciente de que, con esa apariencia externa que lleva, es clavadito a Wally. Es una de las más asombrosas transposiciones del cómic a carne y hueso que he visto nunca, comparable a algunos de los personajes de Mortadelo (el súper, por ejemplo), o al señor Wilson que Walter Matthau encarnó en Daniel el travieso.
Y para no hacer otra entrada, que no tengo ganas, aprovecho la oportunidad para comentaros que he iniciado, con la ayuda de Marta, otra cruzada contra los michelines (que en mi caso incluso tienen nombre, les puse Juanito, Jorgito y Jaimito).
La dieta que seguí una vez estaba basada en consumir únicamente proteínas, de manera que el cuerpo se viera forzado a emplear las grasas almacenadas en el cuerpo. Funcionó, perdí nueve kilos, pero los recuperé en cuanto me despisté y además dicen que ese tipo de dietas aumenta peligrosamente los niveles de acetona. Como no quiero convertirme en un quitaesmalte ambulante, he decidido que el sistema que vamos a utilizar es uno que comentó una doctora por la tele. La base de cualquier proceso de adelgazamiento es ingerir menos calorías de las que gastas. La doctora indicó que el mejor sistema de adelgazar es comer más o menos lo mismo que comes normalmente, pero reduciendo considerablemente la cantidad, y hacer mucho ejercicio. Evidentemente se pasa hambre y hace falta una importante dosis de voluntad, pero nada se pierde con probar y parece ser que el hecho de no prohibirte drásticamente ningún alimento facilita psicológicamente el proceso.
Veremos qué pasa. De momento, hoy ya he desayunado la mitad de lo habitual y he cargado sacos en la tienda con una vehemencia que mis empleados encuentran muy sorprendente. Ahora mismo tengo tanta hambre que he dado varios mordiscos a los marcos de las puertas y estoy empezando a imaginar suculentas recetas de cocina a base de yeso y tochos. “Ladrille a la crême du cement”, por ejemplo.
Os informaré puntualmente de mis progresos. Hoy es el día 0, y llamaremos también 0 a la exagerada cantidad de kg que mi desvergonzada báscula me ha dicho que peso hoy. A ver
si la siguiente vez que me peso estoy en -2 o algo así.