lunes, enero 06, 2003
Sonambulismo.
La cosa sucedió hace un monton de años, tantos que casi me deprime darme cuenta lo viejo que soy. Supongo que yo debía tener unos dieciséis tacos, más o menos.
Un extraño ruido me despertó en mitad de la noche. Extraño, porque, a medio camino entre el sueño y la vigilia, creí reconocerlo, pero no era lógico oirlo en aquellas condiciones. Poco a poco, me fui dando cuenta de que habían otras extrañas notas discordantes en la situación.
En lugar de sentir el cálido contacto del colchón en mi espalda, notaba una extraña opresión en la planta de los pies. Pies que, sorprendentemente, no estaban confortablemente tibios (como debería ser), sino extrañamente fríos, casi congelados, con los deditos amontonándose unos encima de otros para escapar del gélido contacto con una fría superficie que en ningún caso debía haber estado allí. Era casi como si...como si... vamos, como si estuviera de pie con los pies descalzos. Cosa que no podía ser, claro, porque yo sabía perfectamente que estaba en la cama, donde me había colocado tres o cuatro horas antes.
Más cosas extrañas; al abrir los ojos, en lugar de ver el anodino enyesado del techo de la habitación, había visto una extraña estructura rectangular con algo de luz en su interior. Pensé que una breve lucha contra las legañas me devolvería la tranquilizadora visión del techo, pero tras unos momentos de friegue con los nudillos, la cosa no sólo no mejoró sino que empeoró ostensiblemente. El cerebro, algo embotado aún, se negó a procesar correctamente la información, y sólo me pasó un informe que, en un tono cauteloso, venía a decir algo así como "fíjate si estamos mal que eso de ahí delante parece la puerta del ascensor".
El siguiente punto que consideré fue la luz. Había mucha. No es del todo imposible, ha sucedido alguna vez, que presa del cansancio me acueste con la luz encendida y un libro, y me quede frito sin apagarla. No, no sería raro, pero la luz que medio me cegaba los ojos era extraña, parecía proceder de un fluorescente con serios problemas de inseguridad emocional. Y la lámpara de mi habitación estaba provista de una bombilla seria, y severamente profesional, que no titubeaba a la hora de emplear todos y cada uno de sus cien vatios en iluminar de manera constante y eficiente todos los rincones de mi dormitorio.
En mi cerebro empezó a construirse la aterradora idea de que no estaba en mi habitación. Aterradora idea que, en pocos instantes, dejó paso a su hermana mayor, una espeluznante y terrorífica idea llena de patas peludas y garras afiladas, que me decía claramente que me encontraba en el rellano de mi casa, frente a la puerta del ascensor.
Y allí estaba, ciertamente. A las tres de la madrugada, en pijama, descalzo, y mirando con aspecto estúpido a la puerta del ascensor. Caí en la cuenta entonces de que el ruido que me había despertado había sido el de la puerta de mi casa al cerrarse. Doy gracias a que mis padres decidieron poner una puerta que parecía haber pertenecido al puente levadizo del castillo de Windsor, porque con otra puerta más ligerita es posible que no me hubiese despertado y hubiese cogido el ascensor para darme una vuelta por ahí.
Dediqué los siguientes minutos a recapacitar sobre cuál era la acción más adecuada para emprender. Para ello conté con la experta opinión de mi almohada, que, inadvertidamente, había estado sujetando bajo el brazo todo el rato. Aunque a la hora de hacer compañía, una almohada no figura en el "top ten", y, además, la mía parecía estar tan asustada como yo, me reconfortó el saber que no estaba solo en ese trance.
La historia casi acaba aquí. Tuve que llamar a la puerta, claro, porque se había cerrado y en el pijama no llevaba bolsillo para las llaves. Una de las cosas que recuerdo con más claridad fue la cara de asombro de mi madre cuando, presa de la inquietud, abrió la puerta y vio entrar a su hijo, descalzo, en pijama y con la almohada bajo el brazo, que con un "qué noche tan bonita, ¿eh?", se despidió de ella y se fue corriendo a su habitación.
Durante un par de años tuve algunas experiencias similares, aunque como añadieron cerrojos a la puerta y grilletes en mis tobillos, nunca fueron tan "sonadas". La verdad es que no me acuerdo de ninguna, porque era muy dócil y mi familia me llevaba a la cama sin despertarme; sólo recuerdo esta porque me desperté. Y, sin explicación, tan de repente como llegaron, se marcharon. Fueron un par de años sin ir a colonias ni quedarme a dormir en casa de nadie, por si acaso me daba por levantarme.
Hoy en día tengo mis sueños, más o menos agitados, como todo el mundo. Pero eso sí, sigo cerrando la puerta con llave por si acaso.
La cosa sucedió hace un monton de años, tantos que casi me deprime darme cuenta lo viejo que soy. Supongo que yo debía tener unos dieciséis tacos, más o menos.
Un extraño ruido me despertó en mitad de la noche. Extraño, porque, a medio camino entre el sueño y la vigilia, creí reconocerlo, pero no era lógico oirlo en aquellas condiciones. Poco a poco, me fui dando cuenta de que habían otras extrañas notas discordantes en la situación.
En lugar de sentir el cálido contacto del colchón en mi espalda, notaba una extraña opresión en la planta de los pies. Pies que, sorprendentemente, no estaban confortablemente tibios (como debería ser), sino extrañamente fríos, casi congelados, con los deditos amontonándose unos encima de otros para escapar del gélido contacto con una fría superficie que en ningún caso debía haber estado allí. Era casi como si...como si... vamos, como si estuviera de pie con los pies descalzos. Cosa que no podía ser, claro, porque yo sabía perfectamente que estaba en la cama, donde me había colocado tres o cuatro horas antes.
Más cosas extrañas; al abrir los ojos, en lugar de ver el anodino enyesado del techo de la habitación, había visto una extraña estructura rectangular con algo de luz en su interior. Pensé que una breve lucha contra las legañas me devolvería la tranquilizadora visión del techo, pero tras unos momentos de friegue con los nudillos, la cosa no sólo no mejoró sino que empeoró ostensiblemente. El cerebro, algo embotado aún, se negó a procesar correctamente la información, y sólo me pasó un informe que, en un tono cauteloso, venía a decir algo así como "fíjate si estamos mal que eso de ahí delante parece la puerta del ascensor".
El siguiente punto que consideré fue la luz. Había mucha. No es del todo imposible, ha sucedido alguna vez, que presa del cansancio me acueste con la luz encendida y un libro, y me quede frito sin apagarla. No, no sería raro, pero la luz que medio me cegaba los ojos era extraña, parecía proceder de un fluorescente con serios problemas de inseguridad emocional. Y la lámpara de mi habitación estaba provista de una bombilla seria, y severamente profesional, que no titubeaba a la hora de emplear todos y cada uno de sus cien vatios en iluminar de manera constante y eficiente todos los rincones de mi dormitorio.
En mi cerebro empezó a construirse la aterradora idea de que no estaba en mi habitación. Aterradora idea que, en pocos instantes, dejó paso a su hermana mayor, una espeluznante y terrorífica idea llena de patas peludas y garras afiladas, que me decía claramente que me encontraba en el rellano de mi casa, frente a la puerta del ascensor.
Y allí estaba, ciertamente. A las tres de la madrugada, en pijama, descalzo, y mirando con aspecto estúpido a la puerta del ascensor. Caí en la cuenta entonces de que el ruido que me había despertado había sido el de la puerta de mi casa al cerrarse. Doy gracias a que mis padres decidieron poner una puerta que parecía haber pertenecido al puente levadizo del castillo de Windsor, porque con otra puerta más ligerita es posible que no me hubiese despertado y hubiese cogido el ascensor para darme una vuelta por ahí.
Dediqué los siguientes minutos a recapacitar sobre cuál era la acción más adecuada para emprender. Para ello conté con la experta opinión de mi almohada, que, inadvertidamente, había estado sujetando bajo el brazo todo el rato. Aunque a la hora de hacer compañía, una almohada no figura en el "top ten", y, además, la mía parecía estar tan asustada como yo, me reconfortó el saber que no estaba solo en ese trance.
La historia casi acaba aquí. Tuve que llamar a la puerta, claro, porque se había cerrado y en el pijama no llevaba bolsillo para las llaves. Una de las cosas que recuerdo con más claridad fue la cara de asombro de mi madre cuando, presa de la inquietud, abrió la puerta y vio entrar a su hijo, descalzo, en pijama y con la almohada bajo el brazo, que con un "qué noche tan bonita, ¿eh?", se despidió de ella y se fue corriendo a su habitación.
Durante un par de años tuve algunas experiencias similares, aunque como añadieron cerrojos a la puerta y grilletes en mis tobillos, nunca fueron tan "sonadas". La verdad es que no me acuerdo de ninguna, porque era muy dócil y mi familia me llevaba a la cama sin despertarme; sólo recuerdo esta porque me desperté. Y, sin explicación, tan de repente como llegaron, se marcharon. Fueron un par de años sin ir a colonias ni quedarme a dormir en casa de nadie, por si acaso me daba por levantarme.
Hoy en día tengo mis sueños, más o menos agitados, como todo el mundo. Pero eso sí, sigo cerrando la puerta con llave por si acaso.