lunes, enero 26, 2004
ROMANCE (PARTE V)
El 20 de marzo se celebró mi primer Denver. No podía imaginar mejor ocasión para iniciar mis ardides que una noche de juegos. Por casualidad, (miratúquécosas) volvimos a sentarnos uno junto al otro, mientras jugábamos al mentiroso. Mientras él decidía qué jugada pasarme yo le miraba profundamente a los ojos y nos acercábamos tanto que su aliento me calentaba la cara. Y le hablaba con la voz más aterciopelada que encontré en el baúl de mis cuerdas vocales. Pero él resistía como un jabato. No titubeaba. No parecía nervioso. Al contrario, parecía disfrutar de ambos juegos tanto como yo. ¡Qué sensación tan exótica!
Cuando nos echaron del Denver continuamos la fiesta en el Liverpool, un pub cercano. Por aquel entonces yo tenía que entrar a trabajar a las 6 de la mañana así que decidí echar el todo por el todo y empalmar. La ocasión lo merecía. Esperaría hasta que se fueran todos. Al final sólo quedábamos tres. Carlos, M. y yo. Subimos a la parte de arriba a echar un billar. En la sala donde estaba el billar (algunos ya la conocéis) sólo cabía el billar y una persona a cada lado del mismo, así que los roces eran continuos (con Carlos). Y las indirectas iban y venían. La situación empezaba a calentarse, pero... seguíamos siendo tres. Y finalmente, comprendí que el tercero no iba a irse.
El tercero, M., estaba esperando a su transporte, yo. Para ir a mi casa pasaba cerca de la suya, y le había estado llevando desde que entré en Mensa. Y esta vez no iba a ser distinto, no. En fin, que llegó el momento de la despedida. Una vez fuera del local yo quería despedirme de Carlos con dos besos muy especiales. Pero esto me suponía un pequeño inconveniente. A saber, le había dicho a M. que no me gustaba despedirme ni saludar con dos besos. Esto es completamente cierto, es una manía que cogí cuando tenía 16 años y disfruté brevemente de una pandilla de amigos (amigos de otra gente, en realidad). Era un rollo tener que saludar, una por una, a 15 personas que no se molestaban en levantarse. Aunque normalmente no soy muy estricta con este tema y casi nadie sabe que prefiero no andar besuqueando, pero a M. si se lo dije explícitamente, porque solíamos despedirnos en el coche y era realmente incómodo debido a un problema (que todavía padezco, por cierto) con mi cinturón de seguridad, que más bien parece un cinturón de castidad. No hay manera de que ceda. En fin, que me preocupaba un poco la reacción de M. al ver que a Carlos le iba a dar dos besos, pero... de cobardes nada se ha escrito. Me acerqué a Carlos y le obsequié con dos besos, en absoluto castos, dos besos de verdad, además le puse las manos en los hombros y acerqué mi cuerpo verticalmente. Entonces, me pareció que veía por fin un destello de nerviosismo en sus ojos, pero apenas duró un segundo, ¡qué tío más duro!.
De camino al coche esperaba que M. hiciera algún comentario al respecto, pero no, hablamos de otras cosas. No encontré el momento de explicarle la situación y tampoco estaba segura de si tenía que explicárselo. Es un chico comprensivo. En el peor de los casos, ¿qué podía pensar?, ¿qué Carlos me gustaba y él no?. Bueno, pues no era ni más ni menos que la realidad. Pero, ¿y si no se había dado cuenta de que Carlos me gustaba?, ¿y si simplemente pensaba que, en un acto de soberbia, a unos los saludo y a otros no me acerco?. Cuando llegamos al punto de descarga llegó el momento de ver cómo reaccionaba el muchacho. Y efectivamente, comprensivo sí, pero tonto ni un pelo, ¿eh?. El tío, ni corto ni perezoso, reclamó sus dos besos (que le dí, por supuesto, sin ningún problema, aunque fueron dos besos normales). Él comprendió que yo, en un alarde de conocimiento, reflexión y budismo autoinflingido había superado mi manía de no saludar con besos. O simplemente pensó, “a él se los has dado, pues conmigo te retratas también, ea”.
Esa noche, durante la reunión había hablado con Carlos sobre si había más reuniones a las que asistir, alegando que me sabían a poco. Y él me habló de reuniones privadas que no eran de Mensa, sino de amigos que, casualmente, pertenecen todos a la misma asociación. Reuniones a las que, lógicamente, no se puede asistir sólo por ser mensista. Te han de invitar. Pero me dejó una puerta abierta. Me dijo que ese fin de semana igual había algo y podía ser que me llamara. Así que quedé a la espera.
CONTINUARÁ...
El 20 de marzo se celebró mi primer Denver. No podía imaginar mejor ocasión para iniciar mis ardides que una noche de juegos. Por casualidad, (miratúquécosas) volvimos a sentarnos uno junto al otro, mientras jugábamos al mentiroso. Mientras él decidía qué jugada pasarme yo le miraba profundamente a los ojos y nos acercábamos tanto que su aliento me calentaba la cara. Y le hablaba con la voz más aterciopelada que encontré en el baúl de mis cuerdas vocales. Pero él resistía como un jabato. No titubeaba. No parecía nervioso. Al contrario, parecía disfrutar de ambos juegos tanto como yo. ¡Qué sensación tan exótica!
Cuando nos echaron del Denver continuamos la fiesta en el Liverpool, un pub cercano. Por aquel entonces yo tenía que entrar a trabajar a las 6 de la mañana así que decidí echar el todo por el todo y empalmar. La ocasión lo merecía. Esperaría hasta que se fueran todos. Al final sólo quedábamos tres. Carlos, M. y yo. Subimos a la parte de arriba a echar un billar. En la sala donde estaba el billar (algunos ya la conocéis) sólo cabía el billar y una persona a cada lado del mismo, así que los roces eran continuos (con Carlos). Y las indirectas iban y venían. La situación empezaba a calentarse, pero... seguíamos siendo tres. Y finalmente, comprendí que el tercero no iba a irse.
El tercero, M., estaba esperando a su transporte, yo. Para ir a mi casa pasaba cerca de la suya, y le había estado llevando desde que entré en Mensa. Y esta vez no iba a ser distinto, no. En fin, que llegó el momento de la despedida. Una vez fuera del local yo quería despedirme de Carlos con dos besos muy especiales. Pero esto me suponía un pequeño inconveniente. A saber, le había dicho a M. que no me gustaba despedirme ni saludar con dos besos. Esto es completamente cierto, es una manía que cogí cuando tenía 16 años y disfruté brevemente de una pandilla de amigos (amigos de otra gente, en realidad). Era un rollo tener que saludar, una por una, a 15 personas que no se molestaban en levantarse. Aunque normalmente no soy muy estricta con este tema y casi nadie sabe que prefiero no andar besuqueando, pero a M. si se lo dije explícitamente, porque solíamos despedirnos en el coche y era realmente incómodo debido a un problema (que todavía padezco, por cierto) con mi cinturón de seguridad, que más bien parece un cinturón de castidad. No hay manera de que ceda. En fin, que me preocupaba un poco la reacción de M. al ver que a Carlos le iba a dar dos besos, pero... de cobardes nada se ha escrito. Me acerqué a Carlos y le obsequié con dos besos, en absoluto castos, dos besos de verdad, además le puse las manos en los hombros y acerqué mi cuerpo verticalmente. Entonces, me pareció que veía por fin un destello de nerviosismo en sus ojos, pero apenas duró un segundo, ¡qué tío más duro!.
De camino al coche esperaba que M. hiciera algún comentario al respecto, pero no, hablamos de otras cosas. No encontré el momento de explicarle la situación y tampoco estaba segura de si tenía que explicárselo. Es un chico comprensivo. En el peor de los casos, ¿qué podía pensar?, ¿qué Carlos me gustaba y él no?. Bueno, pues no era ni más ni menos que la realidad. Pero, ¿y si no se había dado cuenta de que Carlos me gustaba?, ¿y si simplemente pensaba que, en un acto de soberbia, a unos los saludo y a otros no me acerco?. Cuando llegamos al punto de descarga llegó el momento de ver cómo reaccionaba el muchacho. Y efectivamente, comprensivo sí, pero tonto ni un pelo, ¿eh?. El tío, ni corto ni perezoso, reclamó sus dos besos (que le dí, por supuesto, sin ningún problema, aunque fueron dos besos normales). Él comprendió que yo, en un alarde de conocimiento, reflexión y budismo autoinflingido había superado mi manía de no saludar con besos. O simplemente pensó, “a él se los has dado, pues conmigo te retratas también, ea”.
Esa noche, durante la reunión había hablado con Carlos sobre si había más reuniones a las que asistir, alegando que me sabían a poco. Y él me habló de reuniones privadas que no eran de Mensa, sino de amigos que, casualmente, pertenecen todos a la misma asociación. Reuniones a las que, lógicamente, no se puede asistir sólo por ser mensista. Te han de invitar. Pero me dejó una puerta abierta. Me dijo que ese fin de semana igual había algo y podía ser que me llamara. Así que quedé a la espera.
CONTINUARÁ...