domingo, enero 15, 2006
L’H, ciudad sin ley.
Por circunstancias que no es necesario que detalle aquí, mi DNI tiene la desfachatez de afirmar que nací en L’Hospitalet. Cosas de la vida, qué le vamos a hacer. También paso gran parte del día en esa ciudad, y aunque a todo te acabas acostumbrando, de vez en cuando me sigue sorprendiendo la peculiar idiosincrasia de sus habitantes.
El concepto de “paso de peatones” no ha calado muy hondo entre los transeúntes de L’H. Es más, algunos lo consideran como una especie de graffiti horizontal al que no hay que prestar ninguna atención. En barrios más tolerantes, como Santa Eulàlia o la Torrassa, puedes encontrarte algún peatón que esporádicamente los utilice, con una mirada de ironía displicente al hacerlo. Pero en Pubilla Casas, donde está situado la tienda, no es que no haya calado hondo, es que genera una franca y reconocida hostilidad. La gente prefiere cruzar la calle apareciendo de improviso por el espacio de veinte centímetros que separa dos furgonetas de techo alto, antes de recorrer los cuatro metros que faltaban para llegar a esa aberración del urbanismo que es el paso de peatones.
Puede que los habitantes de L’H actúen así influidos por un concepto euclidiano que, sorprendemente, sí tienen bien asimilado: la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta. Cuando un hospitaletense se dispone a salir de casa andando, ya ha ubicado su punto de destino en un mapa mental que todos poseen, y al traspasar el portal comienza a dirigirse hacia allá, en línea recta, confiando alegremente en que el resto del universo se reubicará para dejarles paso. Años de experiencia con el cemento y los ladrillos les han enseñado que los edificios suelen mostrarse inflexibles al respecto, y la mayoría de ellos consigue rodearlos, pero aún, en ocasiones, puedes ver a alguno dándose golpes contra una fachada con expresión de asombro ultrajado. Cualquier cosa menos decididamente inmóvil que una catedral tiene para ellos la obligación imperiosa de apartarse de su camino. Hay veces que, descargando un camión, he tenido que pararme para evitar que una abuelita quedase ensartada en las palas del toro. Y luego, esperar a que la susodicha abuelita reanudase la marcha, porque se había parado, en el medio de la calle, para recuperar el cupón de la Once que había perdido en las profundidades pentadimensionales (como mínimo) de su bolso. Más de una vez he querido acercarme a una mamá que empujaba un carrito de bebé para averiguar de cuál de las películas de Arma Letal ha sacado la idea de que el mejor modo de asegurar un futuro para su hijo es atravesar en diagonal el cruce entre dos calles. A menos, claro, que piense que su hijo podrá ser igual de feliz con un número menor de extremidades o llevando parte de su masa encefálica en un tupperware en la mochila.
Por circunstancias que no es necesario que detalle aquí, mi DNI tiene la desfachatez de afirmar que nací en L’Hospitalet. Cosas de la vida, qué le vamos a hacer. También paso gran parte del día en esa ciudad, y aunque a todo te acabas acostumbrando, de vez en cuando me sigue sorprendiendo la peculiar idiosincrasia de sus habitantes.
El concepto de “paso de peatones” no ha calado muy hondo entre los transeúntes de L’H. Es más, algunos lo consideran como una especie de graffiti horizontal al que no hay que prestar ninguna atención. En barrios más tolerantes, como Santa Eulàlia o la Torrassa, puedes encontrarte algún peatón que esporádicamente los utilice, con una mirada de ironía displicente al hacerlo. Pero en Pubilla Casas, donde está situado la tienda, no es que no haya calado hondo, es que genera una franca y reconocida hostilidad. La gente prefiere cruzar la calle apareciendo de improviso por el espacio de veinte centímetros que separa dos furgonetas de techo alto, antes de recorrer los cuatro metros que faltaban para llegar a esa aberración del urbanismo que es el paso de peatones.
Puede que los habitantes de L’H actúen así influidos por un concepto euclidiano que, sorprendemente, sí tienen bien asimilado: la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta. Cuando un hospitaletense se dispone a salir de casa andando, ya ha ubicado su punto de destino en un mapa mental que todos poseen, y al traspasar el portal comienza a dirigirse hacia allá, en línea recta, confiando alegremente en que el resto del universo se reubicará para dejarles paso. Años de experiencia con el cemento y los ladrillos les han enseñado que los edificios suelen mostrarse inflexibles al respecto, y la mayoría de ellos consigue rodearlos, pero aún, en ocasiones, puedes ver a alguno dándose golpes contra una fachada con expresión de asombro ultrajado. Cualquier cosa menos decididamente inmóvil que una catedral tiene para ellos la obligación imperiosa de apartarse de su camino. Hay veces que, descargando un camión, he tenido que pararme para evitar que una abuelita quedase ensartada en las palas del toro. Y luego, esperar a que la susodicha abuelita reanudase la marcha, porque se había parado, en el medio de la calle, para recuperar el cupón de la Once que había perdido en las profundidades pentadimensionales (como mínimo) de su bolso. Más de una vez he querido acercarme a una mamá que empujaba un carrito de bebé para averiguar de cuál de las películas de Arma Letal ha sacado la idea de que el mejor modo de asegurar un futuro para su hijo es atravesar en diagonal el cruce entre dos calles. A menos, claro, que piense que su hijo podrá ser igual de feliz con un número menor de extremidades o llevando parte de su masa encefálica en un tupperware en la mochila.