viernes, noviembre 15, 2002
Sábana.
Hay muchos objetos que aparentemente pueden sembrar discordia en una pareja. El mando a distancia del televisor es uno de ellos, y aquel bonito jarrón con figuritas de dromedarios que trajo la suegra de su crucero por el Nilo y que tan desgraciadamente se rompió ayer cuando accidentalmente se me cayó el martillo encima unas diecisiete veces, otro.
Lo que yo no sabía, y estoy descubriendo poco a poco, es la capacidad que tiene un objeto cotidiano como la sábana de hacer aflorar de manera inconsciente, mientras uno duerme, los instintos más salvajes y ancestrales de cada uno.
Sí, sí, la sábana. Ese suave y acogedor pedacito de tela, tan inocente a simple vista, pero siempre dispuesto a generar las más enconadas disputas.
Os explico. Todas las noches, Marta y yo nos acomodamos debajo de la sábana, que nos cubre en su totalidad con su suave calidez. Todo va bien, el mundo es un lugar plácido donde vivir, o donde dormir en este caso.
Pero todas las mañanas, sorprendentemente, me despierto tiritando y con los dedos de los pies doloridos, gélidamente insensibles. De la sábana, ni rastro. Tengo la intención de decirle a Marta que han entrado ladrones en casa por la noche, y que nos han robado la sábana, pero, oh sorpresa, ¿qué veo?
No, mejor dicho, ¿qué no veo? No veo a Marta. No la veo porque está confortable y herméticamente envuelta en la sábana, enrollada bajo dos o tres capas de algodón. Sé que Marta está dentro de esta especie de canelón porque respira y porque le asoman unos cuantos pelos por uno de los extremos.
Pero yo tengo frío, y me dispongo a recuperar mi mitad de sábana, que por derecho me pertenece. El primer problema es encontrar uno de los dos extremos que yo recuerdo perfectamente que la sábana tenía unas horas antes. Considero improbable que
Marta se haya entretenido en coserlos y convertir la sábana en un saco, así que esos extremos tienen que estar por alguna parte.
Me ayuda en mi búsqueda el hecho de que Marta está Dormida. Lo pongo así, con mayúsculas, porque lo que ella hace no es dormir, es Dormir. Cuando duerme no se da cuenta de nada; es algo más parecido a un letargo que a un sueño. Si Marta hubiese sido Blancanieves, el príncipe azul habría tenido que alquilar un equipo de megafonía de 5000 watios para llevar a cabo su tarea, porque con un simple beso estoy seguro que no lo habria conseguido.
Bueno, a lo que iba. Inicio mi tanteo dando un par de vueltas a Marta, hasta que, finalmente, debajo de ella, encuentro uno de los extremos perdidos. Entonces recuerdo aquella escena de “Cleopatra” en la que un esclavo desenrollaba una alfombra, para que Elizabeth Taylor apareciera rodando a los pies de Julio César o de Marco Antonio. Me dejo llevar por la cinefilia, y doy un fuerte tirón al extremo de la sábana, de manera que se desenrolla en su totalidad y envía a Marta al suelo.
Pero ella no se da cuenta; sin despertarse siquiera, se levanta murmurando cosas inteligibles, se sube de nuevo a la cama, y con un ágil y rápido movimiento, se apropia de nuevo de la totalidad de la sábana. Pero esta vez he sido precavido y no he soltado el extremo, así que con algo de esfuerzo consigo acomodarme.
Esta escena tiene variantes. Hay veces que, a media noche, mi próstata me recuerda que ya empiezo a tener una edad, y tengo que levantarme para ir al lavabo. Sé por experiencia que es en esos momentos cuando Marta suele aprovecharse para usurparme la sábana. Así que antes de levantarme la sujeto un poco debajo del colchón para asegurarme que no le sea fácil apropiarse de ella. Cuando vuelvo del lavabo me doy cuenta que debería haberla clavado con chinchetas. Marta está exactamente en la misma posición, pero ahora mi mitad de cama aparece desierta...sin sábana.
Trato de discutir un poco con ella....oye, cariño, déjame un poco de sábana. Ella, generosa, murmura un “lo siento” y libera un pedacito de tela del tamaño de un pañuelo de señora. Lo utilizo para taparme el codo (el pedacito no da para más) y me resigno a seguir pasando frío. Y sé que al día siguiente mediré el tamaño de los carámbanos de hielo que cuelgan de mi lado de la cama...bueno, los mediré si los pingüinos que corretean por la habitación no están jugando con la cinta métrica.
Hay muchos objetos que aparentemente pueden sembrar discordia en una pareja. El mando a distancia del televisor es uno de ellos, y aquel bonito jarrón con figuritas de dromedarios que trajo la suegra de su crucero por el Nilo y que tan desgraciadamente se rompió ayer cuando accidentalmente se me cayó el martillo encima unas diecisiete veces, otro.
Lo que yo no sabía, y estoy descubriendo poco a poco, es la capacidad que tiene un objeto cotidiano como la sábana de hacer aflorar de manera inconsciente, mientras uno duerme, los instintos más salvajes y ancestrales de cada uno.
Sí, sí, la sábana. Ese suave y acogedor pedacito de tela, tan inocente a simple vista, pero siempre dispuesto a generar las más enconadas disputas.
Os explico. Todas las noches, Marta y yo nos acomodamos debajo de la sábana, que nos cubre en su totalidad con su suave calidez. Todo va bien, el mundo es un lugar plácido donde vivir, o donde dormir en este caso.
Pero todas las mañanas, sorprendentemente, me despierto tiritando y con los dedos de los pies doloridos, gélidamente insensibles. De la sábana, ni rastro. Tengo la intención de decirle a Marta que han entrado ladrones en casa por la noche, y que nos han robado la sábana, pero, oh sorpresa, ¿qué veo?
No, mejor dicho, ¿qué no veo? No veo a Marta. No la veo porque está confortable y herméticamente envuelta en la sábana, enrollada bajo dos o tres capas de algodón. Sé que Marta está dentro de esta especie de canelón porque respira y porque le asoman unos cuantos pelos por uno de los extremos.
Pero yo tengo frío, y me dispongo a recuperar mi mitad de sábana, que por derecho me pertenece. El primer problema es encontrar uno de los dos extremos que yo recuerdo perfectamente que la sábana tenía unas horas antes. Considero improbable que
Marta se haya entretenido en coserlos y convertir la sábana en un saco, así que esos extremos tienen que estar por alguna parte.
Me ayuda en mi búsqueda el hecho de que Marta está Dormida. Lo pongo así, con mayúsculas, porque lo que ella hace no es dormir, es Dormir. Cuando duerme no se da cuenta de nada; es algo más parecido a un letargo que a un sueño. Si Marta hubiese sido Blancanieves, el príncipe azul habría tenido que alquilar un equipo de megafonía de 5000 watios para llevar a cabo su tarea, porque con un simple beso estoy seguro que no lo habria conseguido.
Bueno, a lo que iba. Inicio mi tanteo dando un par de vueltas a Marta, hasta que, finalmente, debajo de ella, encuentro uno de los extremos perdidos. Entonces recuerdo aquella escena de “Cleopatra” en la que un esclavo desenrollaba una alfombra, para que Elizabeth Taylor apareciera rodando a los pies de Julio César o de Marco Antonio. Me dejo llevar por la cinefilia, y doy un fuerte tirón al extremo de la sábana, de manera que se desenrolla en su totalidad y envía a Marta al suelo.
Pero ella no se da cuenta; sin despertarse siquiera, se levanta murmurando cosas inteligibles, se sube de nuevo a la cama, y con un ágil y rápido movimiento, se apropia de nuevo de la totalidad de la sábana. Pero esta vez he sido precavido y no he soltado el extremo, así que con algo de esfuerzo consigo acomodarme.
Esta escena tiene variantes. Hay veces que, a media noche, mi próstata me recuerda que ya empiezo a tener una edad, y tengo que levantarme para ir al lavabo. Sé por experiencia que es en esos momentos cuando Marta suele aprovecharse para usurparme la sábana. Así que antes de levantarme la sujeto un poco debajo del colchón para asegurarme que no le sea fácil apropiarse de ella. Cuando vuelvo del lavabo me doy cuenta que debería haberla clavado con chinchetas. Marta está exactamente en la misma posición, pero ahora mi mitad de cama aparece desierta...sin sábana.
Trato de discutir un poco con ella....oye, cariño, déjame un poco de sábana. Ella, generosa, murmura un “lo siento” y libera un pedacito de tela del tamaño de un pañuelo de señora. Lo utilizo para taparme el codo (el pedacito no da para más) y me resigno a seguir pasando frío. Y sé que al día siguiente mediré el tamaño de los carámbanos de hielo que cuelgan de mi lado de la cama...bueno, los mediré si los pingüinos que corretean por la habitación no están jugando con la cinta métrica.