viernes, septiembre 05, 2003

Pedo.

Carmen, Mati, Fernando, Paco y yo fuimos a ver a Juan al hospital. Había tenido un accidente con la moto, y aunque la lesión era grave (varias vértebras dañadas), las perspectivas de recuperación eran buenas (perspectivas que se cumplieron).

Era un hospital de la Seguridad Social, y al llegar a la habitación nos encontramos con que Juan tenía un compañero, un caballero que tenía una pierna en alto, sujetada con uno de esos aparatos con contrapeso que seguro hubiese hecho temblar de gusto a elementos como Torquemada.

Juan no estaba inmovilizado materiamente, pero apenas podía moverse debido al dolor de la lesión. Nos sentamos alrededor suyo, dando la espalda al compañero de habitación, al que pedimos permiso para usar alguna de las sillas de su mitad de habitación, dado que no tenía visitas.

Tras varios minutos de charla llegó uno de esos momentos en los que se hace el silencio entre los contertulios. Como es habitual, todos empezamos a buscar frenéticamente un nuevo tema de conversación. Pero no hizo falta, el compañero de habitación de Juan rompió el impasse tirándose uno de los pedos más estruendosos que jamás he oido.

Resulta difícil plasmar por escrito la grave sonoridad de aquella ventosidad. Fue como si el organista de una catedral se hubiese apoyado por error sobre las notas más graves del teclado, como si varios metros cúbicos de nieve se hubiesen desprendido de la ladera de una montaña y cayesen arrolladoramente hacia un débil cabaña de pastores. Por un momento fui como el cazador africano que se pregunta qué será ese temblor pocos segundos antes de ver los rebaños de cebras, bisontes y ñus que se abalanzan sobre él en plena sabana.

Nos miramos unos a otros con estupor. Luego trasladamos la mirada, con mayor o menor disimulo, al caballero de la ventosidad, que de repente mostraba un gran interés por los desconchones en la pared. Finalmente me miraron a mí, esperando que dijese algo. Yo, anonadado por lo que acababa de oir, sólo acerté a decir:

- Caray.

Carmen y Mati encontraron mi comentario muy gracioso, y empezaron a reir en silencio, con mal disimulados movientos convulsos de los hombros. Al poco me habían arrastrado a mí, que reía con la cabeza agachada y la mano tapándome la nariz y la boca. Lo malo fue cuando contagiamos la risa a Juan, que alternaba entre la risa y los gritos de dolor que la propia risa le producía.

Paco, que pudo mantener la seriedad aunque en algún momento le vi morderse el labio, nos hizo salir al pasillo.

- Anda, salid fuera, que estáis molestando a Juan.

Salimos al pasillo y seguimos riendo con un poquito más de libertad. Mati tuvo un leve ataque de remordimiento y dijo, secándose las lágrimas con un pañuelo:

- Pobre hombre, se le debe haber escapado.

- Y una mierda – dije yo -. Un pedo así no se escapa, tienes que expulsarlo. Jolines, si hasta he oído vibrar a las nalgas cuando ha salido. Más que un pedo ha parecido una ráfaga.

Más risas; entramos en la fase de agarrarnos el vientre mientras reíamos. Paco tuvo que salir para decirnos que si no nos íbamos más lejos acabaríamos por matar a Juan.

Acabamos en una sala de espera al final del pasillo, donde ya dimos rienda suelta a la risa. Y más aun cuando una señora de edad avanzada malinterpretó nuestras lágrimas y nos acompañó en el sentimiento. “No somos nada”, fue lo único que pudimos responder.





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