miércoles, marzo 26, 2003
Primero de FP. Clase de humanística con el Director del colegio. No recuerdo qué se debatía en clase cuando, de un modo casi imperceptible empecé a disentir de la opinión del profesor.
Mirándolo desde el prisma actual, pienso que el profesor debió de sentirse interesado por mis ideas, pero previendo un debate que, aunque interesante, no tenía cabida en aquel momento, me pidió que fuera a su despacho después de clase, para continuarlo. Mi sensación en aquel entonces, por el contrario, fue la de que algo había ido mal, algo se me había escapado de las manos y ahora iba a tener problemas. No podía ser que mis ideas fueran tan interesantes. Seguramente, se había ofendido porque le había llevado la contraria y me echaría la bronca padre con amenaza incluída de expulsión. ¡Seguro!.
Aquella pudo ser una de las pocas oportunidades que tuve de hacer ver a los demás que yo podía dar más de lo que daba. Pero tuve miedo. Cuando llegué a su despacho, me esperaba, supongo yo que dispuesto a tener una conversación enriquecedora, pero se encontró con una niñita asustada que apenas recordaba los argumentos que, en clase, defendía. Él intentó tirarme de la lengua, pero yo, mientras repetía como un loro cosas que recordaba que había dicho en clase, sin poder ir más allá en mis deducciones metafísicas, sólo podía pensar “¿Por qué tarda tanto en echarme la bronca?” Y no es que siguiera repitiéndome a mí misma, como queriendo convencerme, que mis ideas no podían interesarle a nadie. Yo no necesitaba repetírmelo. Ese pensamiento era obvio como que el sol sale cada día. En mi infancia, en mi casa, porque mi infancia se desarrolló totalmente en mi casa, puesto que en el colegio apenas me relacionaba con nadie, cuando yo decía algo, los demás, generalmente, se reían. Gracias a eso aprendí las delicias de estar callado y pasar desapercibido, ejercicio que recomiendo por su utilidad a cualquier adulto, pero no necesariamente a un niño. En mi casa yo me convencí, por lo que oía y veía, por la manera de actuar de los demás (mis hermanos y mis padres) que yo no solamente no era más lista que nadie, sino que probablemente fuera un pelín más tonta. Y algo así debió de pensar mi profesor cuando, decepcionado, me dijo que podía irme. Y yo salí contentísima porque había conseguido evitar el castigo. Porque yo estaba segura que iba a castigarme, pero como me quedé callada no pudo hacerlo. No me di palmaditas en la espalda porque no me llegaba. ¡Ay, señor! Gracias, mamá, por enseñarme todas tus limitaciones y tus miedos. En fin, menos mal, que a pesar de todo, sigo llegando a buenos puertos.
Mirándolo desde el prisma actual, pienso que el profesor debió de sentirse interesado por mis ideas, pero previendo un debate que, aunque interesante, no tenía cabida en aquel momento, me pidió que fuera a su despacho después de clase, para continuarlo. Mi sensación en aquel entonces, por el contrario, fue la de que algo había ido mal, algo se me había escapado de las manos y ahora iba a tener problemas. No podía ser que mis ideas fueran tan interesantes. Seguramente, se había ofendido porque le había llevado la contraria y me echaría la bronca padre con amenaza incluída de expulsión. ¡Seguro!.
Aquella pudo ser una de las pocas oportunidades que tuve de hacer ver a los demás que yo podía dar más de lo que daba. Pero tuve miedo. Cuando llegué a su despacho, me esperaba, supongo yo que dispuesto a tener una conversación enriquecedora, pero se encontró con una niñita asustada que apenas recordaba los argumentos que, en clase, defendía. Él intentó tirarme de la lengua, pero yo, mientras repetía como un loro cosas que recordaba que había dicho en clase, sin poder ir más allá en mis deducciones metafísicas, sólo podía pensar “¿Por qué tarda tanto en echarme la bronca?” Y no es que siguiera repitiéndome a mí misma, como queriendo convencerme, que mis ideas no podían interesarle a nadie. Yo no necesitaba repetírmelo. Ese pensamiento era obvio como que el sol sale cada día. En mi infancia, en mi casa, porque mi infancia se desarrolló totalmente en mi casa, puesto que en el colegio apenas me relacionaba con nadie, cuando yo decía algo, los demás, generalmente, se reían. Gracias a eso aprendí las delicias de estar callado y pasar desapercibido, ejercicio que recomiendo por su utilidad a cualquier adulto, pero no necesariamente a un niño. En mi casa yo me convencí, por lo que oía y veía, por la manera de actuar de los demás (mis hermanos y mis padres) que yo no solamente no era más lista que nadie, sino que probablemente fuera un pelín más tonta. Y algo así debió de pensar mi profesor cuando, decepcionado, me dijo que podía irme. Y yo salí contentísima porque había conseguido evitar el castigo. Porque yo estaba segura que iba a castigarme, pero como me quedé callada no pudo hacerlo. No me di palmaditas en la espalda porque no me llegaba. ¡Ay, señor! Gracias, mamá, por enseñarme todas tus limitaciones y tus miedos. En fin, menos mal, que a pesar de todo, sigo llegando a buenos puertos.